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  • Foto del escritorKike

EL CONFINAMIENTO

–Qué alegría que estés aquí, Rober –dijo Marta con una sonrisa de oreja a oreja.

–¡Faltaría más! –respondió Roberto–. Con lo bien que me tratáis... las lentejas estaban de muerte... oye, ¿las galletas también las habéis hecho vosotros?

–No, hombre, no –aclaró David–. Son compradas. Pero son artesanas. Están buenas, ¿eh?

Los tres amigos comían, bebían y reían. No habían pasado tanto tiempo juntos desde aquellos días, ya lejanos, en la cafetería de la universidad. Entretanto, en la radio, ponían África, de Toto. Lo cual no es extraño porque en la radio siempre ponen África de Toto.

Marta se levantó un momento para ir al baño. Tenía que cagar.

–¿Os ha gustado la peli? –dijo Roberto a su amigo.

–Es cojonuda. ¿Te puedes creer que nunca había visto La chaqueta metálica?

–Tienes una tele enorme. Bueno, en realidad la casa entera está de puta madre.

–A ver, es pequeña.

–Es pequeña, sí, pero es tuya. Y lo tenéis todo muy limpio y muy bonito.

–Pero tú ya la habías visto, ¿no?

–¿La casa? Hace dos años. Pero aún no te habías mudado del todo. Has puesto muchas cosas nuevas. Unos dinosaurios de plástico, un póster de Batman...

–Oye, tío, quédate y echamos los tres una partida al Mario Party.

–No, no puedo. Mañana madrugo.

–Es verdad. A veces se me olvida que la gente normal trabaja y esas cosas.

–Pero otro día me paso y jugamos al Mario Party.

–¿Prometido?

–Prometido. Oye, ¿puedo fumar?

–¿Aquí?

–Ni tú ni Marta fumáis, ¿verdad?

–La verdad es que no.

–No te preocupes, que salgo a la ventana.

–No, hombre, no hace falta. Nos aguantamos.

–No, no. Está bien. A mi madre tampoco le gusta. Estoy acostumbrado.

Roberto se dirigió a la ventana y sacó de su bolsillo una cajetilla de cartón en la que rezaba el siguiente lema: FUMAR CAUSA IMPOTENCIA SEXUAL. Haciendo caso omiso de tan aterradora advertencia, el bueno de Rober sacó un pitillo y lo posó en sus labios. Tras esto, extrajo del bolsillo un pequeño mechero de plástico y encendió el cigarro.

David aprovechó estos momentos para mirar en su móvil los últimos insultos que le habían dedicado en twitter.

Hasta aquí la escena no podía ser más cotidiana. Pero entonces tuvo lugar un hecho francamente extraordinario.

Rober se entretuvo observando la calle. Era una calle un tanto estrecha, de dirección única, con docenas de coches aparcados. No había ningún comercio en las proximidades y los árboles que había plantado el ayuntamiento aún eran un poco pequeños.

De forma que aquella bola negra de 15 metros de diámetro llamaba bastante la atención.

Rober entornó los ojos. ¿Qué cojones es eso? Pensó.

La bola rodó muy lentamente, hasta plantarse en pleno centro de la calle. Allí había un hombre de treinta y muchos o cuarenta y pocos con gafas y un maletín. La reacción del vecino fue la misma que la del propio Roberto: quedarse quieto, callado y mirando muy fijamente a aquella cosa enorme y sin nombre.

–Oye, tío –dijo Rober–. Tienes que venir a ver esto.

David dejó el móvil a un lado y se levantó del sofá.

–¿Qué pasa?

–No estoy muy seguro... ¿tú habías visto alguna vez algo así?

–Pues... no. La verdad es que no. Es... una pelota. ¿No? Una pelota muy grande.

–¿Qué pasa, chicos? –dijo Marta, con el vientre mucho más sereno–. ¿Me estoy perdiendo algo?

La muchacha se acercó a la ventana. Lo cierto es que no se había perdido nada. Nada importante, al menos. El espectáculo, el verdadero espectáculo, estaba a punto de comenzar.

La bola giró sobre sí misma, mostrando tres pequeños orificios, perfectamente circulares, que daban la graciosa sensación de ser una cara diciendo ¡oh!

El hombre de la calle no retrocedió. Abrió la boca en un patético gesto de asombro y esperó.

En ese momento, de los orificios de la bola surgió una luz amarilla, acompañada de un ruido similar al de un trombón. La luz impactó en el transeúnte y, en cuestión de segundos, le disgregó en varios millones de motitas de polvo negro.

–¡¡HOSTIA PUTA!! –gritó Roberto. Y, en un gesto instintivo, cerró la ventana.

Los tres se agolparon en el centro de la habitación.

–¡Lo ha matado! –exclamó Marta, incrédula–. ¡Esa bola asquerosa ha matado a un vecino!

–Parece que no somos los primeros en ver algo así –dijo David, con el móvil ya en la mano– En internet hay vídeos de todo el mundo... antes he visto algo, pero creí que era una broma...

–¿Vídeos de qué? –preguntó Roberto– ¿Se puede saber qué coño está pasando?

–Pongamos la tele –dijo Marta–. A lo mejor Ferreras sabe algo de este asunto.

La propuesta de Marta fue aceptada unánimemente como algo razonable y sensato. Fue Rober el que alcanzó el mando a distancia y pulsó el tan ansiado botón.

Fue así como nuestros protagonistas pudieron asomarse a los espeluznantes abismos de la verdad.

En todas las cadenas hablaban de lo mismo. Miles de bolas de distintos colores se agolpaban en las aceras y soportales del mundo entero. De Nueva York a Moscú, de Singapur a Londres, de París a Brasilia, de Tokio a Marina Dor (ciudad de vacaciones). Ningún continente se libraba de esta redonda amenaza.

Nadie sabía mucho de los visitantes pero, claramente, sus intenciones eran hostiles. También existía unanimidad en que las bolas no eran vehículos, sino formas de vida inorgánicas.

Al parecer, el enemigo provenía de las simas cósmicas del espacio exterior, de las cuales el hombre sabe muy poco. Su nave nodriza era un cohete de color blanco. Era plano en su base, regordete en la parte central y se extendía hacia arriba, con un cuello estrecho, hasta terminar con la forma de una gota de agua invertida. Medía cerca de 380 kilómetros de alto y, en su punto más ancho, tenía 121 kilómetros de diámetro. Esta nave portentosa había aterrizado en Pekín, destruyendo la ciudad en el proceso. El aparentemente todopoderoso gobierno Chino fue descabezado en cuestión de segundos. Cundió la desesperación entre los campesinos. Los generales del país huyeron, dejando a las tropas muertas de miedo y sin posibilidad alguna de contraatacar.

Acabada la confusión inicial, todos los ejércitos del Planeta Tierra se movilizaron para acabar con los invasores. Millones de hombres de todos los credos y naciones, unidos frente a un enemigo que desconocía la misericordia. Nunca en la historia se había visto semejante despliegue militar. Por desgracia, todos los esfuerzos fueron inútiles. El blindaje de las bolas era demasiado fuerte. Parecían inmunes a todo tipo de bombas y proyectiles. La nave nodriza tampoco recibió daño alguno, ni siquiera cuando el gobierno de Estados Unidos arrojó sus más poderosas armas nucleares.

La ONU mandó una misión diplomática formada por los más hábiles embajadores del mundo entero. Ninguno volvió con vida.

Ni el poder de la espada ni el de la palabra servían contra aquella infame amenaza. Hacía un par de horas, la humanidad era dueña de su destino. Ahora, estaba condenada a la esclavitud.

Y allí estaba Ferreras, dando parte del fin del mundo civilizado. Parecía emocionado, e incluso un poco cachondo.

–¡¡JODER!! –dijo David, histérico–. Ha ocurrido... ¡al fin ha ocurrido! Si es que lo sabía, joder, lo sabía. Nos vamos a la mierda. ¡No hay nada que podamos hacer! ¡Es el fin! ¡Vamos a morir! ¡¡Vamos a morir TODOS!!

–No, David –dijo Roberto, en tono calmado–. No vamos a morir. Tranquilízate.

–Pero, ¿¡tú has visto lo que han dicho en la tele!?

–Sí, lo he visto igual que tú. Pero analicemos la situación fríamente. Las bolas sólo están atacando a los que salen a la calle y a los soldados.

–¿Y eso por qué lo dices?

–Lo digo porque nosotros estamos a salvo, al menos de momento. La situación no es tan grave como crees. Escúchame, por favor: los invasores no han derribado edificios ni han asaltado las casas de la gente. Tampoco han destruido el suministro eléctrico ni han acabado con las reservas de agua.

–Sigo sin entenderte.

–¿Te has fijado en el poder que tienen esos cachivaches? Si hubieran querido, ya nos habrían desintegrado a todos. ¡Y, sin embargo, aquí estamos! Mira, ya sabes que a mí me gustan mucho las películas de guerra. Así que hazme caso. Esto es una ocupación. Una ocupación de verdad. Y en una ocupación uno no quiere exterminar a la población civil, sino que la quiere sometida. Tenemos que aceptar nuestra nueva situación, David. Nos han derrotado. No podemos enfrentarnos a esas cosas, al menos de momento. Pero podemos sobrevivir.

–Creo que tiene razón –intervino Marta–. La señal de la televisión no ha desaparecido y siguen emitiendo los informativos... eso significa que no está todo perdido. Además, tenemos comida para varias semanas, que hice la compra esta mañana. Incluso tenemos piñones, y eso que nunca compro piñones.

–Hemos perdido una guerra –añadió Roberto–. Pero no somos los primeros ni seremos los últimos en perder una guerra. ¿Entiendes? Es terrible, lo sé, pero veamos las cosas con perspectiva. Muchos pueblos se han visto en esta misma situación y han sabido seguir adelante.

–Vale, de acuerdo –dijo David, ya con otro tono de voz–. Me tranquilizaré. Comprendo lo que queréis decir. Perdonad que me haya puesto hecho una furia...

–No pasa nada, amigo mío –dijo Roberto–. Tu reacción ha sido de lo más normal. ¿Por qué no os vais al cuarto a descansar un rato? Creo que será lo mejor para los dos. Yo me quedaré aquí viendo las noticias. Si ocurre algo más, os aviso de inmediato.

Entonces Marta se giró y dijo a su marido:

–Menos mal que Rober está aquí con nosotros. No sé qué haríamos sin él.

 

David terminó de lavar los platos y entonces dio media vuelta. La casa no era muy grande, de forma que el comedor y la cocina eran, básicamente, la misma habitación. Roberto estaba ahí mismo, tirado en el sofá. Aunque no estaba gordo, daba bastante asco. Su pelo estaba tan apelmazado que parecía el de una figurita de playmobil. Cerca del cuello de la camisa tenía una mancha de algo que, en algún pasado lejano, había sido leche con cacao. Además, apestaba a tabaco. La casa entera apestaba a tabaco.

En las proximidades había varios una treintena de envases de plástico de diversos tipos de bollería industrial. También podían verse, ahí tiradas, un buen número de pegatinas de Bob Esponja. Las grandes empresas habían hecho auténticas cabriolas para asegurarse de que, a pesar del confinamiento, los ciudadanos tuvieran formas de gastar el dinero en cosas inútiles y recibirlas puntualmente en casa.

La tele estaba encendida. En la pantalla, Ana Rosa Quintana decía que los extraterrestres eran comunistas, que la mejor forma de enfrentarse a ellos era poniendo una bandera en el balcón y, ya que estaba metida en faena, aprovechó para inventarse unas cuantas cosas más. No había sido necesaria ni dos semanas desde la invasión para que los medios de comunicación retomaran sus viejos hábitos. Rober no cambió de canal, pero tampoco atendía demasiado. A su derecha había un ominoso rollo de papel higiénico que indicaba otro tipo de consumo televisivo.

David se quedó mirando a su amigo con aire serio. Tenía los labios cerrados fuertemente y los brazos en jarras.

Entonces Rober giró la cabeza y dijo:

–¿Echamos un Mario Party?

David tardó un momento en contestar.

–¿Has apagado la luz del baño?

–¿Del baño?

–Sí, del baño.

–No, creo que no.

–Ya, ya sé qué no la has apagado.

–¿Entonces para qué preguntas?

–Para ver si te habías dado cuenta de que no habías apagado la luz del baño.

–Ah, vale. Pues no, no me había dado cuenta, la verdad. Gracias por el toque.

Pasó un minuto entero de un silencio profundo y descorazonador.

–¿Quieres que apague la luz del baño? –preguntó Rober.

–Sí, por favor.

–¿No prefieres que me quede aquí? A ver si en la tele van a decir algo importante y me lo voy a perder...

–No te preocupes. No creo que en los próximos veinte segundos digan nada.

–¡Bueno, bueno! ¡Tú verás!

Rober se levantó del sofá lenta y pesadamente, cual paquidermo moribundo. Entonces dijo:

–Si dicen algo importante me avisas, ¿eh?

–Descuida. Yo te aviso si dicen algo importante –respondió David.

–¿Sabes esta noche qué ponen?

–¿Qué?

–Esta noche. Creo que echaban una de guerra. Una de los setenta. Un puente muy lejano, creo que era.

–Mira, la verdad es que no tengo ni idea.

–Bueno, pues si sale una promo o algo, acuérdate bien de la peli y de la hora. ¡Que aquí todos tenemos que arrimar el hombro!

–Apaga la luz del baño, por favor.

Rober se encogió de hombros y, tras esto, se acercó al baño. En el camino se cruzó con Marta, vestida con un pijama rosa con unicornios voladores. La muchacha estaba mareada, ojerosa y tenía el pelo todo revuelto.

–¡Mira quién ha llegado al fin! ¡La bella durmiente! –dijo Rober con aire jocoso–. Anda que estamos aprovechando bien el apocalipsis, ¿eh?

Marta, avergonzada, tartamudeó la siguiente respuesta:

–Yo... anoche tuve una videoconferencia de varias horas... con la junta de la Universidad. La situación es complicada. Están dudando sí...

–No, mujer, a mí no tienes que darme explicaciones. Levántate a la hora que quieras. ¡Como si estuvieras en tu casa!

–Ah... vale... pues... gracias...

–Eso sí, tienes que quitarte el rímel antes de acostarte, que tienes un aspecto horroroso.

–Yo... no me había dado cuenta...

–Es que se te quedan ojos de oso panda.

–Pues... lo siento.

–¿Sabes que el rímel es malísimo para las pestañas? Al parecer hay unas bacterias que viven en los bastoncillos. Y si no cambias de bote cada poco, se te muere el pelo y te salen calvas en el ojo.

–No... no lo sabía, la verdad...

–Oye, Rober –intervino David–. ¿Puedes apagar la luz del baño, por favor?

–Ah, sí, claro –dijo Rober–. ¡Ningún problema! ¡Oki doki! ¡Pan comido! ¿Qué botón es? ¿Es este? No. Este es el del cuarto pequeño. ¿Este otro...?

David, cansado, dio tres zancadas, se plantó junto a su amigo y apagó la luz del baño.

–Ah, vale, cojonudo –dijo Roberto–. Así lo sé para otra ocasión.

David respiró con mucha fuerza y volvió a la cocina, para fregar los platos por segunda vez esa misma mañana.

Marta estaba a punto de dar media vuelta cuando Rober la agarró del hombro y dijo.

–Oye, Marta. Antes de que se me olvide. Que si queréis hacer vuestras cosas, decídmelo sin miedo, ¿vale?

–¿Qué... qué quieres decir con nuestras cosas? –preguntó Marta de forma un tanto inocente.

–Pues vuestras cosas de marido y mujer. Follar, vamos. Que sí queréis follar decídmelo y yo me voy al sofá y hago como que no me entero y ya está. O si preferís me quedo en la habitación con vosotros. Lo que prefiráis. Yo ahí, me adapto. ¡Oye! ¡Que ya son casi las doce! Me voy al ordenador, que no quiero llegar tarde a mi partida de Fornite. Hay un montón de gente que depende de mí, ¿sabes?

 

–Siéntate, por favor –dijo David, con las manos entrelazadas y mirando al suelo.

–Prefiero quedarme de pie –respondió Roberto–. Es que ya he estado todo el día sentado, viendo documentales. ¿Sabías que los cacahuetes no son frutos secos? ¡Son legumbres! La hostia, ¿eh?

–Será mejor que te sientes.

–Vale, vale, lo que tú digas. Si tú me dices que me siente, yo me siento. Ya sabes que todo lo que dices me lo tomo muy en serio. Por cierto, le acabo de poner comida al gato.

–¿Qué gato?

–Al menos creo que era un gato. A mí me parecía un gato.

–Mira, lo hemos estado hablado y tienes que irte.

Roberto abrió mucho los ojos y retrocedió un par de pasos. Tras este golpe tan duro, no tuvo más remedio que sentarse en la silla más cercana. Frente a él estaban Marta y David, en el sofá. La tele estaba apagada, de forma que ni siquiera Ana Rosa podía salvarle de la situación.

–No puede ser... –dijo Roberto, girándose hacia Marta–. ¿Y a ti esto te parece bien?

–Ha sido idea suya –aseveró David.

Marta se encogió de hombros y dijo:

–Lo siento mucho, cariñete. Es verdad.

Roberto no sabía qué hacer o qué decir. Pero trató de defenderse, que por algo había estudiado año y medio de derecho:

–¿Y quién va a organizar los jueves de cine?

–Estamos hartos de pelis de guerra.

–Pero aporto muchísima alegría a esta casa.

–Nos las apañaremos.

–Ha sido un mes muy intenso, ¿verdad?

–Vete de aquí, Roberto.

–A ver, espera un momento. Ya entiendo. Te refieres a que me vaya de esta habitación.

–No.

–¿Que me vaya al rellano...?

–Que te vayas del edificio. Lo que es irse de toda la vida. A tu casa.

–Si ni siquiera sé si mi casa sigue existiendo...

–No seas tan pesimista.

–Vamos a ver. Estamos en plena invasión alienígena. Si salgo a la calle ahora... me van a matar.

–Eso no lo sabemos seguro. Hace días que las bolas no matan a nadie.

–Pero siguen ahí, plantadas en la calle.

–Pero no hacen ni dicen nada. A lo mejor se han muerto todas y ni nos hemos enterado.

–Vale, vale, de acuerdo. A partir de ahora no me cortaré las uñas delante de vosotros. ¿Está bien eso? ¿Hemos llegado a un acuerdo?

Marta se levantó y, con los ojos fuera de las órbitas, dijo:

–¡¡VETE DE UNA PUTA VEZ!!

David tranquilizó a su esposa. Esta entendió que su reacción había sido cruel e inapropiada y añadió:

–Perdón. Perdonadme los dos. No tenía que haber dicho eso. Ha sido totalmente impropio de mí. Si me dejáis, me gustaría explicarme. Lo que yo quería decir, Rober, es que somos gente muy distinta. Cada uno tiene sus propias necesidades. Nosotros seguimos queriéndote, de verdad que sí. Te queremos muchísimo. Pero esto ya no es lo que era. En los últimos días hemos descubierto cosas nuevas los unos de los otros. Y algunas de esas cosas no nos han gustado y creo que eso es normal. Hay cosas tuyas que no nos gustan y seguro que hay cosas nuestras que no te gustan a ti. Creo que seremos más felices si cada uno sigue su propio camino. Ya sabes a lo que me refiero. No eres tú. Somos nosotros.

–¿Y si dejo de coger actimeles de la nevera? –preguntó Roberto–. Puedo firmar un papel si hace falta...

–No creo que eso bastara –añadió David.

–Puedo pasar menos tiempo en internet. Dos horas al día.

–Lo siento, pero no.

–¿Una hora?

–No.

–Entonces... ¿no hay nada que pueda hacer para solucionar este pequeño embrollo?

–No. Me temo que no.

–¿Nada en absoluto?

–Nada en absoluto.

–¿Estás seguro de eso?

–Estoy bastante seguro, sí.

–Bueno... pues... de acuerdo...

–Gracias por entenderlo.

–¿Puedo... puedo coger el Blu-ray de La chaqueta metálica?

–Lo tienes ahí mismo.

–Ah. Vale. Pues... gracias...

–Faltaría más. Es tuyo.

–Ya lo tengo... ¿os gustó la peli?

–Sí.

–Es que... es una peli muy buena...

–Sí.

–Entonces... ya está todo, ¿no?

–Ya está todo.

–Pues... pues nada. Ya me voy... adiós...

–Adiós.

–Me lo he pasado... bien. Muy bien...

–Gracias. Nosotros también.

Roberto cogió su chaqueta y se acercó a la puerta.

El muchacho agarró el pomo y entonces titubeó. Dio media vuelta, miró a sus amigos con ojos de cordero lechal y dijo:

–Pues... pues nada. Ya... ya nos veremos...

–Claro que sí –dijo Marta con su mejor sonrisa–. Seguro que nos volvemos a ver muy pronto.

Pero nunca más volvieron a verse.


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